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Capítulo IX

Casi todas las tardes después de almorzar y dormir un poco, Pet, Elena y su hija Eli, se reunían con los padres de Elena, Roberto y Roxi, en el apartamento de éstos. Allí solían charlar sobre temas muy variados mientras tomaban algo; a veces se les unían otras personas, como los padres de Pet o algunos vecinos, que participaban también en la tertulia.
Roberto, el padre de Elena, a sus cincuenta y cinco años, trabajaba en el hospital de la nave como cirujano jefe. Su trabajo le dejaba mucho tiempo libre, ya que, afortunadamente, se hacían muy pocas intervenciones quirúrgicas en la nave, por lo tanto casi toda su jornada laboral la dedicaba a la investigación y a la preparación de jóvenes estudiantes de medicina en las técnicas de cirugía, cosa que le apasionaba incluso más que la práctica de la medicina.
También le dedicaba mucho tiempo al estudio del cuerpo humano; solía decir que la escasez de trabajo de un cirujano como él era uno de los grandes logros de la humanidad. Él veía al ser humano como un milagro de la evolución y, comprender su funcionamiento era una de las más altas maravillas a la que se podía aspirar. Esa misma idea le hacía pensar que ni en diez mil millones de años encontrarían un planeta con vida inteligente como lo fue la Tierra. Este asunto era fuente de numerosas discusiones con su hija y otras amistades.
Su mujer, Roxi, y madre de Elena, tenía cuarenta y ocho años y trabajaba en una de las granjas de la nave como operaria; le encantaban los animales, y cuidar de ellos era su pasión. Era una mujer tranquila y muy culta; a pesar de sus fuertes convicciones, muy pocas veces expresaba su opinión; eso sí, cuando creía necesario hacerlo lo hacía con contundencia, y pocos eran los que se atrevían a llevarle la contraria, no por temor, sino porque siempre hablaba con mucha coherencia y cordura, y sus argumentos eran incuestionables.
Esa tarde sólo estaban los cuatro sentados en el salón del apartamento de los padres de Elena y, mientras Eli jugaba en el suelo distraídamente con unos bloques de madera, ellos tomaban una infusión y hablaban sobre el tema del día.
El primero en expresar su opinión fue Roberto, como de costumbre.

– Pues yo no me considero ningún cobarde y pienso igual que el capitán. No hay necesidad de correr ningún riesgo, por muy pequeño que éste sea, cuando las posibilidades son tan remotas –dijo con contundencia.
– Papa, ya has oído a Pet –replicó Elena intentando calmarle–. La nave está bien equipada para atravesar todos los asteroides del universo, no es la primera vez que se hace. Y aunque sólo haya una posibilidad entre mil millones de encontrar un planeta compatible con nosotros, merece la pena intentarlo.
– ¡Ja!, ¿sabéis cuál es vuestro problema? –volvió a la carga Roberto señalando a los dos jóvenes–. Que confiáis demasiado en las máquinas y en esos artilugios electrónicos. Tú misma nos lo has dicho muchas veces hija, perdimos nuestro planeta por depender de las máquinas para todo. La máquina más perfecta que conozco es el ser humano, fruto de millones de años de evolución, y aún así falla en muchas ocasiones; cuanto más no pueden fallar unos artilugios construidos hace miles de años por hombres imperfectos y que llevan sin utilizarse otro montón de años.
– Roberto tranquilízate –intervino Roxi con la serenidad que la caracterizaba–. Te recuerdo que llevamos dos mil años viajando y viviendo en una máquina repleta de artilugios electrónicos, como tú los llamas, y que gracias a ellos podemos estar aquí sentados cómodamente, disfrutando de una agradable charla y con aspiraciones de futuro.
– Pues por eso mismo. Hemos conseguido milagrosamente una estabilidad, un equilibrio; si nos dejamos llevar por falsas esperanzas y por el ansia de mejorar sin tener en cuenta los riesgos, estaremos cometiendo el mismo error que cometimos hace dos mil años, y tarde o temprano conseguiremos destruirnos del todo.
» Elena, tú estás conmigo ¿no? Sólo estoy repitiendo lo que tú has dicho muchas veces, que las experiencias del pasado deben servirnos para preservar nuestro futuro.
– No papa, estás confundiendo las cosas; tú mismo lo has dicho, no podemos confiarle nuestras vidas ciegamente a las máquinas, y da la casualidad de que vivimos en una gran máquina. Esta estabilidad y equilibrio del que hablas es sólo aparente; no sabemos lo que puede durar, puede que sólo un mes o mil años. De hecho estoy segura de que los que la construyeron nunca imaginaron que llegaría tan lejos, con lo que se puede decir que vivimos de prestado.
– Tu hija tiene razón –intervino Pet–. Es un milagro que esto todavía funcione; si algo tenemos que agradecerles a nuestros antepasados terrestres, es lo bien que la construyeron. Pero no podemos confiarnos, ni debemos perder de vista nuestro objetivo.
» Además, te recuerdo que tú fuiste uno de los que votaste a favor de aumentar el número de individuos de la nave ¿me equivoco? Pues imagínate lo que sería vivir en todo un planeta como fue la Tierra; poder tener todos los hijos que quieras, construirte una gran casa, cultivar tus propios terrenos, criar cuantos animales se te antoje,...
– Un momento, Pet, no vayas tan deprisa –le interrumpió Roxi–. Si algo hemos aprendido de la historia de la Tierra es que no hay nada totalmente estable en el Universo. Si hemos conseguido sobrevivir durante tanto tiempo en un espacio tan reducido como esta nave ha sido por la organización tan estricta que siempre hemos llevado. Y precisamente eso fue lo que falló en la Tierra, la organización.
» Un planeta no se diferencia tanto de esta nave, sólo en su tamaño; pero por muy grande que sea, sus recursos son también limitados, y en cualquier planeta en donde nos asentemos, si empezamos a actuar con total libertad, sin ningún tipo de organización, terminaremos como lo hicieron nuestros antepasados terrícolas, arrasándolo todo, exterminando la vida, como una plaga. De hecho, desde el punto de vista del planeta Tierra, el ser humano fue una plaga. Si queremos empezar de cero en otro sitio, más nos valdría no olvidar esta lección.
– Bonito discurso, mama –saltó Roberto cada vez más animado; él llamaba así a su mujer desde que nació Elena–. Entonces me estás dando la razón; nuestro final es cuestión de tiempo, lo mismo aquí que en cualquier planeta ¿no es así? Pues para qué complicarnos la vida, conformémonos con lo que nos ha sido dado, seamos felices mientras esto dure y, cuando todo se acabe, pues adiós muy buenas.

Roxi hizo un gesto de resignación con la cabeza y siguió hojeando el libro que tenía entre manos. Sabía que cuando a su marido se le metía una idea en la cabeza era inútil intentar discutir con él. Pero Elena había heredado parte de su cabezonería, así que no podía dejar las cosas así y siguió con el tema.

– Papa, no te enteras de nada; mama no te da la razón. Lo que ha querido decir a su manera es lo mismo que dice una antigua teoría de la evolución: que las especies que sobreviven no son las más inteligentes ni las más fuertes, sino las que mejor ayudan a mantener la vida en su entorno.
» Según esta teoría, el hombre, con su comportamiento en la Tierra, estaba predestinado al auto exterminio; y esto es algo que debemos de tener en cuenta si algún día colonizamos otro planeta ¿Verdad que tengo razón o no, mama?
– Hija, yo no te doy la razón a ti, ni se la quito a tu padre –contestó Roxi levantando la vista del libro–. Los dos tenéis razón, sólo que pensáis de forma distinta. Si nos quedamos en la nave podríamos durar miles de años más o perecer mañana por un fallo en los reactores. Igualmente, si vamos en busca de algún planeta podríamos vivir millones de años, o bien, también se podría acabar todo mañana mismo al colisionar con un asteroide.
» Lo único que sabemos del futuro es que no sabemos absolutamente nada, tomemos la decisión que tomemos. Lo importante es que nos hemos marcado un objetivo en el que la mayoría estamos de acuerdo, yo incluida, que es la búsqueda de un planeta habitable; pero esto no quiere decir que no haya que respetar las demás opciones, o que éstas estén equivocadas.

Como siempre Roxi puso el punto de sensatez a la discusión. Después de su sermón nadie se atrevió a decir mucho más sobre el tema, y la conversación se fue desviando hacia asuntos menos transcendentes. Al poco rato, la pareja con su hija se retiraron a su apartamento. Las costumbres horarias se habían mantenido durante estos dos mil años como en la Tierra, y al llegar las veintitrés horas del día se desconectaba casi toda la iluminación del exterior de las viviendas, dejando sólo algunas luces de reserva, y los habitantes aprovechaban para dormir hasta las ocho horas del día siguiente, cuando se volvía a poner todo en funcionamiento de nuevo.

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